Hay en los azulísimos ojos de Fernando una ilusión casi infantil. Con una flauta, un reproductor de casetes y una navajina que saca para romper el plástico que envuelve la magdalena que le han puesto con el café, parece dispuesto a contarnos su vida, pero no antes de que escuchemos su música. Él es historia de esta tierra, en el mejor y más digno de los sentidos. El último tamboritero en activo o, para ser más exactos, el último de aquellos que aprendieron a tocar de oído, sin escuelas ni partituras, reproduciendo canciones que han pasado de generación en generación por transmisión oral, como los cuentos y las leyendas que se contaban al calor de la lumbre. Niño pastor como el de Orihuela, no se entretuvo escribiendo pero sí arrimándose a todo el que hiciera “hablar a la flauta” como hacía Ramón el de Montes, “nada más que lo sentía iba junto a él”. Primero atendía, y luego “dale, dale, hasta que salía”.

Fernando Fernández nació en San Adrián de Valdueza el 5 de febrero de 1939. Tenía once años cuando sus padres, con seis bocas que alimentar y poco con lo que hacerlo, lo mandaron de pastor con una familia de San Lorenzo. Estuvo después en Villanueva, en Compludo, en Labor de Rey y en el Acebo. “La vida era muy esclava. Ellos me vestían, me daban de comer y algo de dinero le darían a mi padre”. El zagal araba las tierras e iba con las ovejas y con las vacas al monte. “Entonces había mucho ganado, en Labor de Rey me encargaba de 600 cabezas”. También fue allí donde aprendió a tocar gracias a otros tamboriteros “como Basilio el de Manjarín, lo hacía fenomenal” y donde le hicieron su primera flauta. “Me fijé y dándole, dándole, acabé haciéndolas yo”.

Pasó de mozo a adulto y dejó la superficie de la tierra para trabajar en sus entrañas, que eran más sucias pero garantizaban un sueldo. Exactamente 4.000 pesetas cuando empezó como vagonero en Antracitas de Brañuelas. “Cada vez que entraba al pozo miraba para todos lados, porque es peligroso, no creas, la mina es muy jodida”, recalca por si alguien aún piensa que aquello era jauja. Recalaría después en Carbones San Antonio en Bembibre y en Rafael Alba en Torre del Bierzo, eso sí, sin dejar nunca la música, que rara vez da de comer pero alegra el alma. Y precisamente así, tocando en las fiestas de San Antonio en Bembibre, conoció a la que sería su mujer, natural de Bouzas. “Ese día ya hablamos algo y parecía muy buenina”, dice.

En un giro inesperado, el crío de Valdueza acabó, por mediación de su nuevo cuñado, viviendo en pleno París y fabricando el dos caballos en la Citroën. “Es algo duro porque no entiendes una palabra y te ves negro con algunas cosas. También me perdía por las calles pero compré un libro con mapas por nueve francos”. La aventura terminó con una carta de la hacienda francesa y “unas huelgas muy gordas, no sabíamos cuándo íbamos a volver a cobrar”. Resulta que a Fernando le pilló por sorpresa Mayo del 68. “No sabíamos qué iba a pasar y pensé: marcho pa’España”. Y aquí se plantó de nuevo. Entró en la Minero y siguió tocando en festejos patronales, bodas y hasta en un anuncio radiofónico de la ferretería de los Barcias.

Después de hablar un rato con él sabemos dos cosas. La primera es que Fernando es de esos que diferencian a la gente entre “algo atravesados” y “buenas personas”. La segunda, que la ilusión de sus ojos esconde un tesón infinito. Este 2022 acompañó de nuevo a los gigantes y cabezudos en la Encina, “pero no estaba muy en forma”, dice, “para el año que viene ya me arreglaré como pueda para estar en condiciones”. Y así lo dejamos, concentrado y flauta en mano.

El tamboritero Fernando Fernández, en una imagen antigua en unas fiestas

El tamboritero Fernando Fernández, en una imagen antigua en unas fiestas

El tamboritero Fernando Fernández, tocando junto a dos gigantes

El tamboritero Fernando Fernández, tocando junto a dos gigantes

El tamboritero Fernando Fernández, con los gigantes y cabezudos en Ponferrada

El tamboritero Fernando Fernández, con los gigantes y cabezudos en Ponferrada