Rosario es arrojo y simpatía. “Yo nací segando”, dice, “y así sigo. Mi madre estaba segando cuando se empezó a encontrar mal y allí nací yo”. Aparcamos el coche delante de su histórica cantina y nos la encontramos en la calle con un caldero de ceniza. No sabe quiénes somos ni a qué venimos pero nos recibe con los brazos abiertos, como hace con cualquiera que pase por su casa. Con 88 años, ni se plantea salir de Villar de Acero, el pueblo que la vio nacer y ser feliz, porque a pesar de las penurias, del trabajo y de las enfermedades que la han golpeado, basta con mirarla mientras desgrana su vida detrás de la barra para entender que éste es su lugar en el mundo. “Aquí solo quedamos 15 vecinos”, cuenta, “todos viejos y la mayoría solos, los más jóvenes tienen 70. Por la tarde nos juntamos aquí, vemos la tele y tomamos café, un día hacemos feixós, otro día chorizos y otro día otra cosa”.

Rosario en su cantina
Si la infancia es la patria, la guerra civil fue la peligrosa geografía que tuvieron que sortear varias generaciones. Rosario recuerda los bailes de pandereta y las muñecas que hacía con los nabos del huerto, “les hacíamos ojos, pelo y brazos y piernas de palo”. Tenía seis años en el 36. Comenzó a ir a la escuela en Teixeira, donde se quedaba durante la semana con unos amigos de su padre. El viernes regresaba andando a casa. Durante el recorrido, “vi matar a un rojo y enterrarlo sin caja”. Cogió miedo, así que desde entonces “agarraba las galochas en la mano y corría”. “Aquí había rojos, falangistas, guardias, moros, aquí había de todo”, y aunque unos querían imponer y otros solo comer de todos había que escapar. “Cuando llegaron los moros yo quería verlos y me padre me llamaba burra, me decía que eran igual que los otros pero con turbante en la cabeza, aun así fui a verlos y me dieron té y pasteles, yo nunca había visto pasteles”, cuenta riendo.
“Subía con el ganado al monte y allí dormíamos quince juntas, sin colchón y sin nada, sobre paja y con una manta, pero como una tiraba para un lado y otra para el otro la del medio quedaba sin manta”
A los nueve años terminó el colegio en Teixeira y comenzó a ir al Valle de Finolledo. Un largo camino a pie que hacía de vuelta con los mineros. “Me daban caramelos y rosquillas”. Su padre era tratante de ganado y su madre ya trabajaba en la cantina. Ella ayudaba en todo. “Subía con el ganado al monte y allí dormíamos quince juntas, sin colchón y sin nada, sobre paja y con una manta, pero como una tiraba para un lado y otra para el otro la del medio quedaba sin manta”. “En la sierra teníamos una pandereta, bailábamos y nos lo pasábamos bien”. De vez en cuando desaparecía un animal y Rosario se tragaba su rabia, pero un día faltó un cabrito “y estábamos cerca de la cueva donde se escondían los rojos, sabía que habían sido ellos”. Sin pensarlo mucho subió hasta allí y aunque no había nadie, sí que estaba la pota y el cabrito dentro. “Anda que no nos hartamos a cabrito ese día”, declara.
“Me casé muy joven, con 18 años, mi padre me dio entonces la cantina, un caballo y quinientas pesetas y me dijo apáñatelas”, rememora. Trabajó en la cantera sacando piedra para construir su casa. Tenía ganado, cultivaba el huerto y atendía la cantina y a sus dos hijos. “Si faltaba un viejo de los que venían a tomar café a diario marchaba a verlo y si estaba enfermo lo atendía”. Rosario lleva a rajatabla el consejo que le dio su madre antes de morir, “al rico no le hace falta nada pero no lo desprecies, al pobre dale lo que puedas, comparte con los niños y respeta a los amigos”. “A las madres hay que hacerles caso”, argumenta.
“Aquí veo a mis amigos, vienen, paran a verme y así soy feliz, yo solo querría ser feliz hasta que me muera”.
Hoy, Rosario sigue al pie del cañón. No nos deja marchar sin merendar, ya nos había avisado a la llegada, así que nos saca de la cocina chorizos, una hogaza de pan, tocino y roscón. Desaparece un momento y vuelve con una docena de huevos, “estos son de mis gallinas, solo comen verdura, trigo y maíz”, dice. “Aquí veo a mis amigos, vienen, paran a verme y así soy feliz, yo solo querría ser feliz hasta que me muera”.

La madre de Rosario (primera por la derecha)

Rosario junto a su hijo

Rosario preparando los chorizos después de la matanza

Rosario

Rosario en su cantina

En la cantina, junto al periodista berciano Toño Criado

Rosario junto a sus amigos (segunda por la izquierda)

Rosario acompañada por los cazadores de la zona

En la cantina con una de sus mejores amigas desde la infancia