En la Molinaseca de 1953 María López Vizcaíno, que siempre fue Maruja, tenía 10 años y una estatura que no le permitía sujetar los fardos de leña que su padre colocaba sobre el burro. Por eso él le hizo una horqueta de madera, para que llegara con la herramienta donde no le alcanzaba el brazo. “Un día va a pegar la vuelta la carga y me la va a tapar”, comentaba preocupada la madre. Cada mañana se hacían al monte, los dos juntos, en busca de troncos y astillas que alimentaran el horno de la panadería. Una panadería que ya habían regentado sus abuelos y que ahora les daba de comer a ellos. “Fue la única vez en la vida que usé pantalones. Bajaba una carga, almorzaba, y subía a por otra”. Así acabó conociéndose cada soto y cada collado mejor que si fuera con el ganado. Porque eso precisamente hacían otros, “de aquella todos los niños trabajaban, unos con ovejas, otros con jatos”. Cada uno con lo que le tocara, que allí nadie holgazaneaba. Y por la tarde, ya cumplida la jornada, “pues íbamos al río, hasta el pozo del Cuervo o a casa de un señor que tenía un tocadiscos”.  

A leer y a escribir aprendió gracias a Cecilia, una maestra que le mandaba ir a su casa por las noches mientras el hurmiento, tan de moda ahora para atraer a los incautos, hacía su trabajo. “Mis padres solo amasaban pan de centeno. Por la noche dejaban en una tartera de barro dos kilos de masa tapada y por la mañana esa masa funcionaba como levadura. Aquí también había mucha costumbre de amasar en casa y llevarlo a cocer al horno”. Cuando llegó la hora sus padres le sugirieron que se hiciera cargo del negocio. “Pero me casé”, explica, “y mi marido se fue a trabajar a Suiza”. Pasaron dos años antes de que Maruja se decidiera a seguirle. Allí, durante ocho años, hacían la temporada y regresaban al Bierzo en invierno.

“¡Cuantas veces me he dicho que no teníamos que haber vuelto!”, dice. La fábrica de pantalones donde la emplearon era, sin duda, más llevadera que la panadería. “Por lo menos estaba sentada, aunque teníamos un encargado muy cabrón, un italiano malo como un demonio. Una vez tenía ya preparados un montón de pantalones a los que les había cosido el forro y llegó él y me mandó deshacerlos diciendo que no era el forro que me había dicho. Me eché a llorar”. Pero la tierra tira, y poco a poco fue tomando forma la idea de asentarse definitivamente en el pueblo. “Volvimos y montamos una panadería propia, aunque mi marido ni siquiera la vio abierta. Le dolía la espalda, le pusieron una inyección y se murió”. Y así es como se te viene el mundo encima.

Viuda y con dos niñas pequeñas, se hizo cargo de un negocio que llevaba en la sangre para poder seguir adelante. “Mucho trabajo, había que levantarse a las cuatro de la mañana. Primero hacíamos solo pan, pero luego empezamos con los dulces, los roscones, los almendrados, las empanadas”. Repartían en Onamio y en el Poblado y un tiempo tuvieron despacho en Ponferrada. Finalmente, la jubilación le permitió soplarse la harina de encima y conocer mundo. “Empecé a viajar un poco y conocí Galicia, Asturias, Andalucía, Francia, Bélgica…”.

Ahora, desde su patio repleto de flores, ve cómo el pueblo va quedando huérfano de vecinos. “En principio ha cambiado para mejor, pero la mayoría de las casas son de gente que viene quince días al año. A mí me gustaría que llegara gente a vivir aquí”. Llegar o volver, como hizo ella, para luchar y para quedarse.

Maruja

Sus hijas en la panadería.

Maruja

Maruja y su marido.

En la fiesta del chocolate, de izquierda a derecha: su hermano Luis, una amiga, Maruja y su padre.

Maruja, su marido y un amigo, en Suiza

Con su familia y la de Miguel el churrero