Si la memoria es una sala llena de gente los que tienen la suerte de contar más de nueve décadas y conservarla han llenado un piso de cuatro habitaciones y dos baños repletos de nombres, lugares, viajes, desazones y alegrías. María Gaztelumendi Penillas tenía 80 años cuando, a petición de sus hijas, decidió registrar los acontecimientos más importantes de su vida. Su proeza fue resumir tanto en tan poco. Los últimos coletazos de la dictadura de Primo de Rivera, la llegada de la república, un golpe de Estado, una guerra civil, 40 años de franquismo, transición, democracia… 22 temporadas de ‘Cuéntame’ concentradas en 37 páginas. ¿Y de qué se acordaba Maruja? De lo mismo que nos habla hoy, 16 años más tarde. De lo bien que cocinaba su hermana Olina, de cómo prefería subir a casa durante el recreo para ver a su madre haciendo la comida en “aquella olla grandísima” de la que siempre sacaba algo, de los cuentos de la abuela Basilisa sobre las almas del purgatorio, de sus amigas Celia y Benigna, de las maestras Amparo y Matilde. De los animales y el huerto. De su sueño de ser maestra. De cómo la guerra lo trastocó todo. De su marido, sus tres hijas y sus seis hijos. De lo que Almudena Grandes llamaba la historia, más grande que la Historia pero que rara vez cabe en los libros.

María Gaztelumendi y su marido Sergio con cinco de sus nueve hijos.
Estamos ante la última generación que recordará su vida sin mirar las fotos y vídeos que ha guardado en el móvil. Y justo por eso, porque nadie les dijo ante un botillo con cachelos ‘esto hay que grabarlo’, quizá se olviden de lo que comieron ayer, pero es indeleble lo que de verdad cuenta. Hija de Valeriano, un herrero vasco que llegó al Bierzo para trabajar en la construcción del tren de la Minero que uniría Ponferrada y Villablino, y de Argentina, una joven de Páramo que acarreaba piedras en cestos a lo que serían las vías, María nació en Villaseca de Laciana el 30 de agosto de 1926. Allí se habían asentado sus padres y allí creció entre el huerto, las cabras, las excursiones del verano y las nieves del invierno hasta que, ya en la adolescencia, la familia se mudó a Matarrosa. De la guerra escribió que, ante el temor por la llegada de los nacionales, parte de la familia se refugió “en la lampistería, muy cerca de la bocamina, donde nos adentrábamos cuando los primeros anuncios de bombas y disparos se hicieron sonar”.
Estudió durante un curso y medio en el colegio Sierra Pampley de Villablino, pero la desoladora pobreza que sembró la guerra cambió sus planes. Nada de magisterio, no había comida y faltaban alimentos. Desde Matarrosa se mudaron al poblado minero de Alinos y tanto ella como su hermana Olina entraron a trabajar en el lavadero de carbón. Más adelante, y también juntas, se fueron de internas a la casa de un farmacéutico en León. “Cosíamos, limpiábamos y hacíamos las labores”, explica, “estábamos contentas”. Tuvo después distintos empleos hasta que Olina y Liberto, su cuñado, abrieron una cafetería que también daba comidas en Toreno, ‘El Zamorano’. Allí paraban trabajadores, ingenieros y topógrafos. Dos de ellos, de hecho, pretendieron a Maruja, pero ella se quedó con Sergio. ¿Qué le gustó de él? “Debió de ser todo” (“cógelo”, le dice a la hija para que nos enseñe la foto).
“Quisimos que lo que yo no pude conseguir lo consiguieran los hijos”
Cuenta en sus memorias que se hizo de rogar, pero finalmente se casaron el 6 de octubre de 1949. Tras la boda se instalaron en Santa Cruz del Sil. “¿Recuerdas que me picó un gallo en la cabeza y como no había médico me llevaron al veterinario?”, le pregunta su hija Celia. Ella ríe, con nueve hijos, trece nietos (5 nietas y 8 nietos) y cuatro biznietas a las espaldas es complicado llevar la cuenta de los percances de cada uno. Todos los hijos, menos el pequeño, nacieron en casa, los tres primeros en Santa Cruz y el resto ya en Ponferrada (asistida por la comadrona María Bernarda), ciudad en la que recalaron cuando su marido empezó a trabajar en el Coto Vivaldi. “Quisimos que lo que yo no pude conseguir lo consiguieran los hijos”. Y para eso trabajaron ambos con tesón hasta la muerte de Sergio con solo 60 años. Uno de esos golpes que no cura del todo el tiempo, aunque ese tiempo sean casi tres décadas.
Maruja, que se compró su primer libro de cocina en Cangas de Narcea de recién casada, recopiló sus propias recetas muchos años más tarde. Ella, que no llegó a ser maestra, estudió durante años en la universidad de mayores de Ponferrada e incluso fue elegida para leer el discurso en la ceremonia de entrega de títulos. Y ahora, aunque a veces no recuerde que a su hija le picó en la cabeza un gallo, no olvida lo importante. “Me acuerdo de lo feliz que fui y conservo una gran familia”. Hay cosas que se estampan en la memoria como un sello duro en cera caliente.

Sergio Nespral, marido de María Gaztelumendi

María Gaztelumendi

Villa Gaztelumendi, la casa que el padre de María construyó en Toreno.

María Gaztelumendi

María Gaztelumendi

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