Manuela defiende la alegría en cada recuerdo, porque hay quien nació para lamentarse y quien mira de frente, aguanta lo que le echen, y se quita el polvo para seguir camino. A ella, que le tocó la lotería cuando entró a trabajar en la mina con 14 años porque odiaba ir con las cabras, que pasó la vida trabajando, crio como pudo a tres hijos y se quedó viuda con 49 años, a ella no le vengas tú a hablar de resiliencia ni otras mamarrachadas. A esas niñas que recorrían kilómetros sobre la nieve, en madreñas y con la cabeza cubierta por un manto de lana negro que se calaba con la misma rapidez que un pañuelo de papel, para trabajar diez horas cargando y descargando baldes de carbón, ningún psicólogo moderno podría enseñarles la importancia de sobreponerse a las adversidades. Porque con el frío en los huesos seguían cantando. “Una Nochebuena nos pusimos a bailar mientras llegaba el balde y vino el vigilante, nos mandó para casa y nos quitó la séptima parte del jornal”, cuenta riendo. Los tiempos eran otros, cierto. Y hoy corremos el riesgo de convertir la historia reciente en costumbrismo cutre. “A nosotros nos salieron los dientes trabajando”, dice, y ese nosotros son muchos, casi todos los que nacieron en El Bierzo rural de mediados de siglo, cuando otro niño no era tanto una boca que alimentar como otras dos manos y otras dos piernas para echar una mano en cuanto pudieran tenerse rectas.
“No es igual vivirlo que contarlo”, advierte, pero contarlo también es importante. Manuela Rodríguez Alfonso nació en Lillo el 16 de febrero del 42. “Yo no fui a la escuela pero aprendí del mundo un poco”. Y aunque, según explica, “los niños antes nos criábamos en las tierras”, sacaban algunos ratos para saltar a la comba, jugar al limbo, a la pica, o “a cualquier cosa que no costara dinero”. Con 7 años ya se iba sola al monte con las cabras. “Un día en el alto de Argayo vi al lobo, no me hizo nada, pero no paré de correr hasta que llegué a casa, las cabras volvieron solas”. Las cabras serían listas, vale, pero no se puede decir que a Manuela le gustara atenderlas, así que a la primera oportunidad dejó el rebaño y se puso a trabajar, como muchas otras jóvenes de la zona, plantando pinos. “Tenía 12 años y la verdad es que algo me pagarían, digo yo, pero no tengo ese recuerdo”. Y no es por falta de memoria, porque no olvida el día y la hora en que empezó en la mina, 16 de agosto del 56 a las dos de la tarde, ni mucho menos su primer sueldo, 240 pesetas. “Tuve suerte porque a los tres meses, en noviembre del 56, hicieron el primer convenio y empezamos a cobrar casi 600, ¡menuda alegría!”.

Manuela Rodríguez en la mina
Hasta la Jarrina, donde trabajaba, “íbamos cantando y volvíamos cantando”. Allí podían ocupar distintos puestos, “el más sencillo era el de embragar al vacío y el más duro el de ‘en medio’, donde se cargaba. Íbamos rotando, pero en el de carga había siempre una señora. Éramos solo mujeres y en cuanto te casabas, pa’casa, no podías seguir”. Los hombres picaban dentro sin casco y ellas se encargaban de los baldes fuera sin guantes, por eso aún son visibles la huella de una herida y las muescas de carbón en sus manos. “Me curaron un poco y me mandaron a casa andando. Nos hicimos adultos a la fuerza”. “Otra vez cayó una nevada enorme y trabajamos 16 horas seguidas porque no llegó el relevo, aún querían que hiciéramos otro pero nos negamos. Estábamos empapadas así que antes de volver nos metimos en la estación de Valdesalguero para secarnos y nos quedamos dormidas. Cuando llegamos al pueblo nos recibieron con aplausos”.

Manuela Rodríguez (a la derecha) con 15 años y la mano vendada por un accidente en la línea de baldes de la Jarrina
Después de cuatro años de mina, Manuela se fue otros dos a Suiza, donde trabajó limpiando. Entre medias, echó una mano a su hermano en la maja, sobre todo contando, dice, pero aún hoy la recuerdan en Sorbeda montada en la majadora, imagen insólita no porque no fuera capaz de hacerlo, que lo era, sino porque aquello era cosa de hombres.
28 años detrás de la barra de los Polacos en Fabero
“Me casé un sábado y el lunes empecé en el bar”. Tenía 23 años y para ella, casarse no fue el final del trabajo fuera de casa, lo más común en la época. “Mi marido era de Fabero, nos conocíamos de toda la vida. Nos hicimos novios en el baile, como todo el mundo”. El bar ya era de su familia política y ella y su marido lo regentaron durante 28 años. “Los polacos es un apodo de ellos, en mi familia éramos los ‘Balao’, como mi abuelo”. Fabero era entonces un pueblo en crecimiento con pleno empleo. “Había que trabajar mucho pero se ganaba dinero. Igual un día atendías a 500 personas, entraban en avalanchas”, dice. En el bar estaba cuando un periodista la llamó por teléfono para asegurarse de que el atleta Rodrígo Gavela era de Fabero. ¿Está segura de que vive ahí? Le preguntaron al otro lado de la línea. “Hombre, soy su madre y nació en casa, así que estoy segura de que es mío”, respondió ella.
“Yo soy una persona moderna, vieja y moderna”, dice. Y tenemos que cortar la entrevista porque hoy también suena el teléfono. Una vez más se repone. Manuela tiene cuerda para rato.

Composición de familia típica de la época. En la imagen, la madre de Manuela en la parte superior izquierda y el padre en la parte superior derecha. Manuela (tercera en la fila inferior). El resto son todas sus hermanas y su único hermano.

Manuela Rodríguez

Manuela Rodríguez

Manuela Rodríguez

Manuela Rodríguez el día de su boda

Manuela y Rodrigo, su marido

Manuela y Rodrigo

Manuela y Rodrigo en una celebración

Manuela, Rodrigo y su hijo pequeño en una comida en el campo