“¡Mira, papá, un carro sin bois!”, dijo su hermano la primera vez que vio un camión. Todos habían crecido en Deva, una aldea de Cervantes, en Lugo, tan pequeña que no tiene ni entrada en la Wikipedia. Solo tres casas, tres familias que vivían de trabajar la tierra, lo suficientemente apartadas como para recibir con demasiada frecuencia la visita de los escapados. “Pasaban mucha hambre y bajaban a por comida, pero mis padres apenas tenían para mantenernos a nosotros”. Así tomaron la decisión de mudarse de pueblo y cruzaron la frontera para instalarse en Pereje, casi Galicia pero ya Bierzo, en el municipio de Trabadelo. De allí son los primeros recuerdos de Lucía Amigo. El día que su hermana encontró una muñeca de trapo y le dio golpes con un palo porque no sabía lo que era o la excursión a Villafranca para que el médico hiciera algo con la lengua que colgaba de su boca después de mordérsela por despiste con demasiado ahínco. Sentada al fuego de la lumbre con la mitad de la cara escondida tras la maldita mascarilla rescatamos la vida de una mujer que hizo Bierzo a fuerza de trabajo. Hospitalaria, generosa, siempre discreta y siempre a la sombra, es la madre esforzada que mueve los hilos de la casa que funciona, porque eso es La Moncloa de San Lázaro, casa. Y Lucía la mujer que emprendió mucho antes de que esa palabra llenara bocas hipócritas.

Lucía Amigo
Seguía siendo una niña cuando toda la familia se mudó de nuevo a Cacabelos. Estudió en el Divina Pastora de Villafranca, un colegio exclusivamente femenino, y era solo una adolescente cuando perdió a su madre. Tan pronto como terminó los estudios encontró empleo en la plaza de abastos, “allí Prada me conoció a mí, porque yo ya lo conocía de lejos”. La vida de uno difícilmente se entiende sin la del otro. Él apareció un día en su casa para ofrecerle un trabajo como dependienta de la zapatería que entonces regentaba, ella aceptó. Y desde entonces recorrieron juntos un camino de más de treinta años. “Al principio él iba con muchas y yo pensaba, ¡qué tontas, sabiendo cómo es! Y al poco caí yo”. Fue en la zapatería donde comenzaron sus pinitos en la industria agroalimentaria. Ella empezó a embotar cerezas en aguardiente, pimientos, “y la gente venía y se llevaba unos zapatos y un bote”, cuenta.
“La receta de las castañas en almíbar me la dio un señor de Villafranca que vivía en Francia y al principio no me salían”
Fueron años de esfuerzo, de agobios, de tirar para adelante, incluso de culpa, “me sentía mal por trabajar tanto cuando los niños eran pequeños”. El matrimonio compró la casa que hoy que es La Moncloa, antes dividida en cuatro partes de las que en principio solo pudieron adquirir tres. Lo que ahora es la zona que ocupa el piano en la cafetería aún era vivienda cuando ellos comenzaron a utilizar el patio de abajo como zona de preparación y embotado de delicias bercianas. ¿Lo más complicado? Las castañas en almíbar. “La receta me la dio un señor de Villafranca que vivía en Francia y al principio no me salían”. Porque las castañas son algo muy nuestro, pero aquí se consumían asadas, cocidas, con leche o en caldo para matar el hambre. No estaban los agricultores y mineros que poblaban esta tierra como para perder el tiempo en algo tan laborioso. Al final le salieron, claro, y ahora son buque insignia de esta casa y de alguna otra. Mientras dentro elaboraban, fuera se juntaban los paisanos para charlar y arreglar el mundo. “Esto parece el palacio de la Moncloa”, dijo alguien, y así quedó bautizada. El apellido, si se lo preguntan, corresponde a la plaza donde se ubica y que viene de un lazareto o leprosería que albergó este mismo lugar en el siglo XII.
Barcelona, Madrid, Ferrol, Santiago, Astorga, visitaron cuantas ferias pudieron para dar a conocer sus productos. No estaba en sus planes dar comidas, “pero la gente venía a comprar y preguntaba”. Recuerda una anécdota, “unos señores me pidieron algo para acompañar el vino, me fui a casa corriendo y traje jamón, chorizo y cecina, así empezamos dando comidas en la palloza”. Embutidos, huevos fritos, costillas de cerdo adobadas y buen vino. “Sota, caballo y rey”, dice, “es lo que mejor funciona”. Vino luego el Palacio de Canedo. El negocio crecía y también el trabajo. Los caminos del matrimonio se separaron. Lucía, sus hijos “y un equipo muy fiel que siempre me arropó y se quedó incluso en los peores momentos” convirtieron La Moncloa en lo que es hoy. “Yo sabía que iba a salir adelante, que yo podía”. En el 2012 se jubiló y le pasó el testigo a su hija Ada. “Fue una liberación”, ríe, “me dediqué a viajar”. Nos quedan historias en el tintero, claro, entre ellas una muy suculenta de un peregrino enamorado, una petición romántica, y la negativa a abandonar la gran familia que había creado. La elegancia ni viene de cuna ni se aprende, y ella es el mejor ejemplo.

Lucía Amigo

Lucía Amigo con el primer bikini que se vio en Cacabelos

Lucía Amigo

Lucía Amigo, de pie, bajando de Deva con la suegra de su hermana

Lucía Amigo en una feria agroalimentaria dando a conocer sus productos

Foto del bautizo de su hija Leny

Lucía Amigo y Pedro Cotado (escultor, pintor, amigo y padrino de su hija Leny)

Prada y Lucía con su hija Ada en brazos

De izquierda a derecha José, Lucía, Leny, Prada y Ada, en la sombra sacando la foto está Lucía Amigo

Lucía y Prada en una feria agroalimentaria

Lucía y Prada sentados, detrás sus hijos. De izquierda a derecha Lucía, Ada, Leny y José

De cena con el fiel equipo de La Moncloa de San Lázaro

El equipo de La Moncloa de excursión en Las Médulas