“No tengo recuerdo de jugar, no tuve tiempo”, cuenta Lida Rodríguez. Fuerte, peleona y de risa fácil, no tuvo muñecas pero sí ocho hermanos pequeños a los que atendió como una segunda madre. “Había tan poco que les daba de comer ‘faragullinas’, unas sopas con migas de pan de centeno y aceite”. Una infancia marcada por la escasez de la posguerra en un pueblo de tierras negras y escarpadas, poco aptas para la siembra pero prolíficas en castaños. Quizá por eso en la mesa, a falta de otra cosa, casi nunca faltaba un plato de caldo de castañas, sustento que no recuerda con demasiado cariño. “No me gustaba nada”, dice. Nos recibe en su casa, en Bárcena de la Abadía, la misma que comenzó a construir junto a su marido, Sinforiano, hace ya sesenta años y donde crió y vio crecer a sus siete hijos. Hermana, hija, madre y abuela, Lida fue una de las muchas mujeres de la cuenca que trabajaron en la mina, mujeres con pocas opciones y muchas agallas.

Lida (primera por la izquierda) junto a sus padres y a sus hermanas Pura, Enma, Charo y Doni.
Nació en 1937 en San Pedro de Paradela, el último pueblo antes de adentrarse de lleno en el valle de Fornela. Con catorce años empezó a trabajar en el grupo Río subiendo madera y ayudando a bascular los vagones. Como tarea complementaria tenía que ir a buscar la comida del capataz a los barracones de la Reguera, seis kilómetros a pie que añadía a los muchos que ya hacía a diario, en madreñas, para acudir al trabajo y regresar a casa. “Daba igual que llegaras mojada o helada que no te invitaban ni a un vaso de leche”, recuerda.
No pasó mucho tiempo antes de que su hermana Enma comenzara a trabajar en la misma empresa. “Vosotras venís aquí a criaros, nos decía siempre el vigilante”. Del grupo Río pasó al lavadero de la Pacita hasta su cierre. “El dueño dijo que no tenía dinero para pagarnos, algunos hombres lloraban porque solo contaban con ese jornal para mantener a su familia”. La emplearon después plantando pinos desde el souto de Argallo hasta Anllarinos. “Decían que trabajábamos para el Estado pero no estábamos aseguradas”.
“Antes del parto te daban manteca, decían que era bueno”
Tenía 21 años cuando se casó. “Nos conocimos cuando yo tenía 15, en el baile, tuve otros pretendientes pero no más novios”. Tal vez porque a su padre no le gustaba ninguno. “Decía, ese tiene unas mormeras que le caen al suelo”. A la luz de un candil prestado nació Miguel, su primer hijo. “No había ni médico ni nada, en casa con mi madre y con mi abuela”. Ellas fueron sus parteras. “Lo pasé muy mal pero cuando vi al niño se me quitó todo”. Por supuesto había remedios caseros. “Mi madre me dio el día antes mucha manteca de vaca, decían que era bueno, y cuando nació el niño no se le podía coger de lo que resbalaba”, confiesa entre carcajadas.
No pasó mucho tiempo antes de que retiraran a su marido por enfermedad con una paga de 2.800 pesetas. “Era difícil, el sueldo no daba para mucho pero salimos”. Pusieron entonces una carnicería en el pueblo que compaginaban con el ganado y el trabajo en el campo. Ella rememora una Bárcena muy distinta a la que es hoy en día. “Tenía mucha gente, ahora está despoblado, aquí vivían hasta en los chabolos y hoy las casas están vacías, el día que mueran los cuatro viejos que estamos quedará vacía”. ¿Hubo tiempo para divertirse? “Ni siquiera te dejaban, pero yo trabajando fui feliz”.

Lida (tercera por derecha), junto a sus hermanas Doni y Enma, su padre Camilo (a su lado), sus tíos y un primo.

Lida, su marido Sinforiano y su hijo pequeño Luís.

Lida (primera por la izquierda) y sus hermanas Enma y Pura.

Lida Rodríguez

Lida y Sinforiano celebrando el 100 cumpleaños de su vecina Ascensión.