‘La Carola’ en su Santiago natal, ‘Picheleira’ para su marido y Doña Julita para los cientos de alumnos que tuvo a lo largo de su carrera. Julia Furelos tiene apellido de río y la casa hasta los topes de lo que pueden parecer búhos de la suerte pero que en realidad son mochuelos de Atenea, la divina mascota de la diosa de la sabiduría. Para eso sirve el estudio del griego antiguo, para discernir entre superstición y conocimiento. “Nada de usted, tratadme de tú”, nos advierte, y es difícil contradecir a esta mujer menuda y dulce que maneja los espacios con el hábito del buen maestro. A punto de cumplir los 90, la gallega que no sabe hablar gallego porque “tanto en el colegio como en el instituto y la universidad estaba prohibido” lleva viviendo en el Bierzo casi 70 años, los mismos que suma de matrimonio con Javier Otero Vales, con el que se mudó en 1952 recién fichado por la Ponferradina. Instalados cerca de la Minero, Julita miraba por la ventana y se sorprendía con los tejados de losa, “todos negros, casi sin luz, en Santiago todo era teja”. Pero se adaptó rápido a una Ponferrada sucia y caótica en la que empezó a enseñar la lengua de Platón, hoy tan olvidada como aquella ‘Ciudad del Dólar’.

Julita Furelos en su casa, ante un cuatro que le pintaron hace años
Hija de ferroviario represaliado por la dictadura, su primer recuerdo es “ver pasar camiones con soldados y metralletas”. Tenía cinco años, y por suerte aquel día en el que “mataron a tanta gente” su padre no fue a trabajar. Como las guerras y las crisis sacan lo mejor de nosotros, la que vendía los billetes acusó a los trabajadores poco afines al nuevo régimen. ¿La consecuencia? Lo mandaron a Cáceres como castigo y después lo echaron de la Renfe, “pero no lo mataron”, apostilla. Pasó una guerra, pasó una posguerra, y Julita se refugió en la lectura, “mis hermanos salían más pero yo me quedaba en casa leyendo”. Conoció a Javier “porque a Javier lo conocía todo el mundo” y con 20 años se casaron. “Todos pensaron que estaba embarazada, pero en realidad lo hicimos tan rápido porque nos íbamos a marchar para Argentina”. A la vista está que sus planes no se cumplieron.
“Salía de clase, venía, me tomaba un café fuerte y me iba a estudiar a la habitación. Mi hijo de tres años me llamaba ‘mami, mami’, me partía el corazón”
Ya en Ponferrada, Julita comenzó a dar clases particulares de latín y griego y continuó estudiando las pocas asignaturas que le quedaban para licenciarse en Geografía e Historia en Santiago. Se quedó embarazada. ”El último examen de la carrera me lo tuvieron que hacer por la tarde porque me pasaba las mañanas vomitando”, explica, “tuve cuatro embarazos malísimos, en el único sitio donde no tenía nauseas era en el agua, me sentía pez”. Al poco tiempo la llamaron del Instituto Gil y Carrasco porque no tenían profesor de griego. Ya tenía entonces a cuatro niños pequeños revoloteando por casa, pero decidió prepararse las oposiciones por su cuenta. “Salía de clase, venía, me tomaba un café fuerte y me iba a estudiar a la habitación. Mi hijo de tres años me llamaba ‘mami, mami’, me partía el corazón”. Pero lo consiguió, a pesar de ser esposa y madre en la España de la mujer con la pata quebrada y de que el resto de compañeros la llamaran despectivamente ‘la de historia’ porque no era titulada en Lenguas Clásicas. “Cuando terminé de hacer la exposición oral me senté y me dijo el de atrás, ‘caray con la de historia’, me quedó grabado”, cuenta orgullosa. Y no es para menos. Lo había logrado.
Le dieron plaza en Ferrol pero pidió una excedencia para cuidar de sus hijos y cuando reingresó en el 72 la enviaron al instituto de Fabero. “Era tremenda la cantidad de alumnos que había”. Subía y bajaba desde Ponferrada a diario y paraba a tomar café en el Villarosa. “¿Sigue abierto?”, pregunta. En la cuenca pasó cinco años y fue jefa de estudios. “Un día estaba en el despacho y escuché que en el pasillo un profesor me llamaba ‘esa fulana’. Salí y le dije ‘yo no soy esa fulana, para ti soy el feje de estudios’”, recuerda con una sonrisa. Pero a pesar de todo “fueron años muy buenos”. También estrenó el Instituto de Cacabelos e impartió clase hasta el 96 en el Álvaro de Mendaña. “Me jubilé con 65 años, pero no quería. Yo era feliz dando clase”.
Ahora pasa la mayor parte del tiempo leyendo todo lo que cae en sus manos mientras, de vez en cuando, se sirve un clarete. “Soy una enamorada del rosado. Lo conocí aquí, en los bares de la Calle Real que ponían la bandera blanca en la puerta”. Esos bares han desaparecido, pero ella siempre tiene clarete en casa. “Os voy a poner un vasito”, dice. Y brindamos por su coraje, por su vida y por el griego, que también sirve para apreciar la felicidad que esconden algunos momentos.

Julita Furelos, de joven

La madre de Julita Furelos

Los abuelos de Julita Furelos