Lo que más le gustó a Fina cuando emigró a Suiza es que no pasaba frío “con la de frío que habíamos pasado en Orense. Allí podías andar descalza por casa. Me encantó”. ¿Sorprendidos? Un poco, Suiza no es precisamente Fuerteventura, pero parece que las viviendas contaban ya con una calefacción de la que carecían los hogares de los núcleos rurales gallegos. Más admirable es la tenacidad de esta mujer con un cutis que arruinaría a las empresas de bótox. Quizá el secreto sea el licor café que hace ella misma y que ya ha puesto encima de la mesa. Lleva casi cincuenta años viviendo en Vega de Espinareda, pero no hay conversación con gallega que se precie sin un vaso de orujo delante. O quizá sea el trabajo incansable que no dejaba tiempo ni para que salieran arrugas. Amasando pan, cosiendo calzado, haciendo vendas, vendiendo ropa y comida. Llegó al Bierzo cuando esto era otra cosa, cuando los viernes paraban los autobuses tan llenos que la gente tenía que sentarse en las escaleras, cuando en el San Andrés estudiaban más de cuatrocientos chavales. Aunque había más tiendas pequeñas, Fina y su marido, Marcelino, regentaron durante casi tres décadas el único supermercado de la localidad, Supermercado Villar o, como todo el mundo lo conocía, la tienda de Campanín.

Josefina Fernández
Nació en Palmés, un pueblo pequeño a solo 12 kilómetros de Orense y conectado a la ciudad por un autobús que costaba entonces siete pesetas. “Iba al colegio por la mañana y por la tarde, jugábamos a la comba, al escondite y por la noche mirábamos las estrellas en una gran campa que teníamos enfrente de casa”. Eran cinco hermanos y las clases aún estaban segregadas. “Las niñas teníamos una maestra buenísima y los niños un maestro pésimo”. Comenzó a trabajar con 14 años en la panadería que abrieron sus padres y con 17 se fue a Orense empleada en una fábrica de calzado, “mi hermano lo cortaba y mi hermana y yo lo cosíamos”. El primero en emigrar a Suiza fue su hermano, “volvió de vacaciones delgadísimo y mi madre me dijo que por qué no me iba con él y le hacía la comida. Yo tenía unas ganas de marchar locas y acepté”. Dicho y hecho. Con 21 años y sin hablar una palabra del idioma llegó al país del chocolate, las navajas y los bancos con cuentas extranjeras y comenzó pronto en una fábrica “haciendo lo mismo que en Orense, así que me apañé estupendamente”.
“Vinimos de vacaciones y en cuanto vi a los niños no quise volver más, quedó en Suiza hasta la ropa”
Llevaba cuatro años en Suiza cuando conoció en un baile al que sería su marido “Él llevaba más tiempo allí, unos ocho años, y trabajaba en una fábrica de relojes”. “Fue un flechazo, nos conocimos en fin de año y en agosto nos casamos en Palmés”. Después de la boda regresaron a Suiza. Ella se mudó a la ciudad en la que él residía y trabajó unos meses en una fábrica de vendas hasta que nació Sonia, su primera hija. Dejó entonces ese empleo y descubrió el teletrabajo cosiendo desde casa el calzado que le enviaban. “Me trajeron la máquina y Marcelino me ayudaba por las noches después de acostar a Sonia porque había trabajo a destajo y se ganaba bien”. Cuando la niña tenía dos años y medio llegó el niño, Marcelino. “No queríamos que los niños fuesen al cole en Suiza, cosas que se te meten en la cabeza, pensábamos que en algún momento querrían regresar”. Así que tomaron la decisión de dejarlos en España con los abuelos y volver a Suiza hasta ahorrar lo suficiente como para pagar la casa que habían comprado en Vega. Aquello duró ocho meses, “los ocho meses más largos de mi vida, no lo volvería a hacer”. “Vinimos de vacaciones y en cuanto vi a los niños no quise volver más, quedó en Suiza hasta la ropa”.
Comenzó una nueva etapa. Ya en Vega abrieron la tienda de ropa con mercería y cosas de hogar. “Se llamaba la tienda de Los Gavelas porque a esta casa la llamaban así”. Poco a poco fueron introduciendo productos de alimentación porque aunque la ropa dejaba más margen de ganancia se vendía mucho menos. “Los mejores días eran los viernes y los días de feria en El Espino. También esperábamos todo el año a que en verano llegaran los que vivían en Francia y en Suiza, porque esos dos meses te arreglaban el año”. Los vecinos de Ancares hacían la compra por teléfono y ella se la mandaba en un autobús que ya no existe, “bajaba uno a las siete de la mañana que volvía a subir a las siete de la tarde”. Los domingos iban de visita los padres de los que estudiaban como internos en el San Andrés “y siempre te tocaban el timbre para llevarles algo”. “Fueron años muy buenos y los niños nos ayudaban mucho”. En el 2004 echaron el cierre de un negocio que abrieron en 1975. “Me daba mucha pena ver el bajo cerrado”, dice. Por suerte la amargura duró poco y su hijo y su nuera cogieron el relevo de lo que hoy es un restaurante que homenajea el negocio original con su nombre, La Tienda.

La Tienda en sus inicios, cuando era La tienda de los Gavelas
Ella, ya jubilada, visitó de nuevo Suiza con su familia. “Nunca me arrepentí de no haberme quedado allí”. ¿El momento más feliz de su vida? “Cuando nacieron mis hijos”. Ahora cocina para sus nietos y un pajarito nos dice que no hay arroz con leche como la que hace la abuela. Quizá este año, tras un par de veranos sin fiestas por la pandemia, Marcelino y Fina vuelvan a echar unos bailes en la verbena. Nosotros matamos el licor café y nos miramos al espejo, pero de momento no hace efecto.

Una de las fábricas en las que trabajó Fina

Fina cosiendo calzado

Fina en la tienda que regentó junto a su marido durante décadas.

Fina en la tienda que regentó junto a su marido durante décadas.

Fina y Marcelino el día de su boda.

Fina y Marcelino con su primer nieto.

Fina con su segunda nieta, Mía.