A por el vino para la siega se iba a Espanillo y a por las patatas a Ancares, donde una vez dejó empeñados los pendientes por una arroba de patatas. Pero lo peor, dice, “era hacer bien la cama con aquellos colchones de lana”. Mujeres como Emma dan sentido a la expresión ‘echada pa’lante’. Al cole fueron lo justo, porque tocaba lo que tocaba: el campo, los animales, la casa. Y luego la mina, los kilómetros en madreñas sobre la nieve, el carbón en las uñas. Más tarde el exilio, la necesidad que obliga a abrirse camino en un país del que no te separan tantos kilómetros como días de camino, una lengua que no entiendes y como objetivo ahorrar cada céntimo, volver algún día. Emma Rodríguez se fue y volvió, de San Pedro de Paradela a Alemania y de Alemania a León. Compró un piso sola y montó un negocio cuando la guía de la perfecta ama de casa dictaba que debía salir lo justo de ella. Y todo perdiendo pocas veces la sonrisa y ninguna la voz, porque a ella, ya lo deja claro “le encanta hablar” (aunque menos ver que apuntas lo que cuenta).

Emma Rodríguez
A las puertas de Fornela y con vistas a Santa Lucía, Emma creció durante la posguerra en un San Pedro de Paradela que aún se alumbraba con gabuzos, “eran ramitas secas de urces que se prendían”. “Habría unos 80 habitantes. A veces, como ejercicio de memoria, cuento casa por casa la gente que vivía”. Fue la segunda de nueve hermanos y pasó largas temporadas en la casa de sus abuelos maternos. “Tengo muy buenos recuerdos, pero allí también trabajaba”, avisa por si acaso, “iba con el rebaño de cabras, daba de comer a los cerdos, iba a por agua”. ¿Y a la escuela? “Lo que podía. Y en el recreo iba a hacerle la papilla de harina tostada a mi hermana pequeña, aunque la mitad me la comía yo”. Y ríe al recordarlo.
“El sueldo se daba en casa, pero el día que cobraba le preguntaba a mi madre si podía comprar ocho galletas de coco, que me encantaban. Y ella me decía que no, que solo cuatro”
Con 14 años empezó a trabajar en la mina, en el Maurín, en Fabero, con su amiga Audina. Allí basculaban los camiones y subían madera para postear. “El sueldo se daba en casa, pero el día que cobraba le preguntaba a mi madre si podía comprar ocho galletas de coco, que me encantaban. Y ella me decía que no, que solo cuatro”, y ríe de nuevo. ¿Brecha generacional? Habría que inventar otra expresión para los que crecimos con la única obligación de hacer la cama. Fue luego al pozo Río. “Ganábamos 16 pesetas al día y la hogaza de medio kilo valía 5 pesetas, así que ganábamos para kilo y medio de pan al día”. Y de Río a las obras de construcción del poblado de Diego Pérez. “Picábamos hasta encontrar el firme, íbamos a la ladrillera a cargar, íbamos al pozo a por agua y llevábamos el hormigón en carretillas”, explica. En total fueron cuatro años y medio de mina que todavía le dieron para pasar por La Pacita y por Los Barcias, donde un altercado con el capataz le dio la excusa para plantarse y mandar aquello al carajo.
Cistierna, Ponferrada, un curso de costura, trabajar en una casa… Emma pasó durante una temporada por varios sitios y distintos empleos hasta que con 25 años decidió irse a Alemania. El problema es que lo hizo sin contrato y sin papeles. “Iba la policía a hablar contigo, pero ya nos habían avisado de que teníamos que decir todo el rato ich verstehe nicht, que significa ‘no entiendo’”. En Dortmund, la contrataron en un hospital. “Me parecía que estaba de vacaciones, ¡con lo que yo había trabajado!”. Llevaba allí un año y medio cuando regresó de visita a España y compró su piso en León, el mismo en el que ahora nos cuenta esta historia. “Tenía ahorradas 100.000 pesetas y costaba 315.000. El contrato decía que si no pagaba el resto en dos años y medio lo perdías”. Se arriesgó. “Llegué a trabajar en cinco sitios a la vez”.
En el 73 regresó a España con dos niños, otro en camino, y una carrera de tendera por delante que ni imaginaba. Durante un año en el barrio de San Mamés y más de 20 en El Ejido, Emma regentó la Panificadora Andaluza vendiendo prácticamente de todo. Pan, encurtidos, gominolas, frutos secos, bebidas… aún se acuerda del nombre de todos los chavales que entraban a diario. “En dos décadas cerré 28 días”. Era lo que tocaba. Trabajar, criar, cuidar. Y ahora contarlo, no vaya a ser que olvidemos de dónde venimos.

Emma Rodríguez

Emma Rodríguez