Cómo de nuestra es la tierra que habitamos, esa a la que Avelina vuelve cada verano y de la que se fueron la mayoría. Cuánto saben los que no tienen títulos pero sí memoria, los que se mataron a trabajar para tener cuatro duros y los que juraron que con ellos darían una educación a sus hijos. “Aunque no les dejara nada siempre dije que iban a estudiar lo que ellos quisieran”. De esa generación que veneraba la enseñanza y que creció en El Bierzo “salvaje y precioso” que cautivó a Sorogoyen es ella, la auténtica cantinera de As Bestas, la que sirvió orujos y caldos, hizo camas, lavó sábanas y cocinó durante más de treinta años en la tasca de Barjas que el cine ha hecho famosa. Su madre no la dejó ser monja ni quedarse en A Coruña con su hermana mayor, pero con ochenta años ya nada le impidió decir que sí al director con la condición, eso sí, de que no se la reconociera: “ya le dije que la cara no”.

Una de tantas comidas en la cantina. El primero por la izquierda es Juan, el marido de Avelina, sentada justo al lado.
Hoy nieva en Barjas, el pueblo en el que Avelina García Castro nació, se casó y vivió hasta los 53 años. Casi Galicia pero no todavía, este municipio del oeste berciano al que pertenecen dieciséis pueblos no llega a los 200 habitantes. Ni siquiera ella pasa arriba el invierno, demasiado duro, y prefiere subir cuando el sol calienta y todo se parece más a como era. “Había más ambiente antes en Barjas que hoy en Villafranca”. También había escuela, médico, maestro, cuatro cantinas y una dinamo que compensaba la falta de tendido eléctrico. “La primera radio la tuvo el cura, así que íbamos a su casa a escucharla”.
Tras una infancia “feliz” entre montes, ganado, rosarios y bailes de domingo, hizo un curso de corte y confección en A Coruña y volvió al pueblo. “Mi madre”, dice, “tenía mucho miedo de que me fuera de casa”. Con 22 años se casó con Juan y se hizo cargo de la cantina que antes habían trabajado sus suegros. Aunque en realidad, explica, “lo que sale en la película es la parte baja de la casa que utilizábamos como almacén de piensos”, el bar estaba arriba, “aunque aquello era cantina y era de todo”. “Teníamos quince camas y entonces estaban haciendo las carreteras y poniendo la luz, así que mucha gente paraba allí. Hubo días en que tuve a cuarenta personas comiendo allí y nunca tuve la comida sin hacer”, y lo dice orgullosa (no es para menos) del trabajo que lleva a cuestas y que hoy le pesa en la espalda. “Cuando había fiesta me ayudaba toda la familia, éramos ocho o nueve atendiendo”.
Fue precisamente en la cantina que encontró por pura casualidad el equipo de As Bestas donde se puso la primera televisión y el primer teléfono del pueblo. “El día de Eurovisión se ponía a tope, y también cuando había toros o boxeo. Y cuando pusieron el teléfono, ¡anda que no me harté yo de dar carreras por todo el pueblo buscando a la gente! A veces tenías la sartén al fuego y tenías que quitarla para salir a avisar a alguien”. La jubilación ponía fin a las carreras y la viudedad temprana dio un giro a su vida. Después de pasar seis años con su hijo en Vigo y tres con su hija en Madrid, se instaló en Villafranca y aquí precisamente vino a buscarla el cine.
“Me hizo mucha ilusión, yo nunca había visto hacer una película”. Las cámaras, el equipo, las sesiones de rodaje… el ruido volvió a Barjas. “Era gente muy maja, aunque el Zahera me tenía la cabeza loca con las voces que pegaba”, bromea. ¿Le gustó la película? “Es un poco dura”, aunque también reconoce que no prestó mucha atención en el estreno “porque ya lo había vivido”. Mientras hablamos le suena el teléfono, es su hijo, “hablamos luego, que me están haciendo una entrevista”, le dice, y es que a todo se acostumbra uno. Sonríe Avelina como sonríe la suerte y nos invita a subir a la cantina cuando llegue el verano.

Fiesta en la cantina de Barjas

Fiesta en la cantina de Barjas

En el centro de la imagen está Avelina García.