Aferrado a su maleta de cuero, el hombre fijaba su mirada en la pelliza de piel de oveja, blanca como la nieve, del pastor que caminaba delante de él con paso firme. Lo había conocido por medio de la Organización. Le aseguraron que ya había hecho aquello muchas más veces, que conocía como nadie los pasos y los puertos, que muchos habían salvado la vida gracias a su experiencia en aquellos picos de piedra. Era una apuesta segura entre tanta inseguridad, eso le habían dicho.
Pero ahora, envuelto en el abrigo cubierto de nieve por la ventisca, dudaba; dudaba de que pudieran llegar a territorio suizo; dudaba de que pudieran sobrevivir al frío; dudaba de que no lo traicionaran.
La ventisca creció hasta hacerse insoportable. El viento cortaba como si estuviera lleno de pequeñas cuchillas heladas. Le dolían los dedos, envueltos en unos guantes de lana acartonados por el frío. La noche llegaba rauda.
El pastor se giró hacia el hombre y le indicó con gestos que se agachara junto a una gran roca. Debían esperar, acurrucados contra la gran piedra, al sol de la mañana. Lo envolvió con el capote y aguardaron estáticos a que amainara la tormenta.
Tras la gruesa tela, el hombre se arrimaba a la pelliza del pastor intentando calentarse. Parecía imposible, pero poco a poco comenzó a sentir los dedos de las manos y de los pies, a medida que el aire dentro de aquella tienda improvisada se iba calentando.
Confiaba en que no lo arrojarían al lago a la menor oportunidad, como le habían contado que hacían algunos desaprensivos que pasaban a judíos por los puertos de montaña
Entonces sintió una sensación de tranquilidad, una intuición. Confiaba en que no lo arrojarían al lago a la menor oportunidad, como le habían contado que hacían algunos desaprensivos que pasaban a judíos por los puertos de montaña. Los acompañaban con buena cara, con una sonrisa incluso, para luego golpearles la cabeza con un palo cuando estaban despistados, robarles las joyas de la maleta y precipitarlos hacia las profundidades con una piedra atada al cuello. Nunca se les volvía a ver. El hombre pensaba que si su guía hubiera querido matarlo aquella era la ocasión perfecta. Bastaría con adelantarse, perderse entre la niebla y esperar. Cuando regresara encontraría su cuerpo congelado, aferrado a la maleta. No, si estaba allí, cuerpo contra cuerpo, dándole calor con su pelliza, era porque había decidido respetar el acuerdo.
Pasaron así varias horas hasta que se anunció la aurora. Un color rojizo se extendió por el cielo al tiempo que los primeros rayos de sol empezaban a calentar las copas de los abetos que se cimbreaban al viento, como saludando. El hombre había logrado dormir algo, despertado de vez en cuando por el pastor. Es un buen samaritano, pensaba el hombre. No quería que con el sueño viniera la muerte. Había tenido suerte al tener un guía como aquel, una persona honrada que no se aprovechaba de la desgracia de los demás.
El hombre se levantó mientras el pastor le hacía gestos para que no olvidara la maleta. Claro, la maleta…la misma en la que llevaba las últimas pertenencias de la familia
Paró de nevar. Cesó el golpeteo constante de la ventisca contra el capote. El hombre se levantó mientras el pastor le hacía gestos para que no olvidara la maleta. Claro, la maleta…la misma en la que llevaba las últimas pertenencias de la familia: el reloj del abuelo, la cadena y los pendientes de su madre y los gemelos de oro de su padre. Todo se lo habían dado antes de que huyera. Todo para el hijo único, la esperanza de continuar la estirpe de los Neumann en un país neutral y acogedor.
Se levantaron y contemplaron el blanco camino que había sido casi borrado, un sendero virgen al borde del acantilado que marcaba el camino hacia el valle. El hombre siguió al pastor que le gritaba:
—¡Koffer! ¡Koffer!
No debía olvidar la maleta. En ella llevaba la única comida de la que disponía. En ella estaba la fortuna de los Neumann, su porvenir. Caminaron de nuevo.
Bajaron por el sendero en pendiente, siempre mirando hacia el precipicio con el miedo a caerse. La maleta pesaba cada vez más. El hombre la arrastraba por la nieve para mitigar el esfuerzo, pero aun así le resultaba penoso. Resoplaba con fuerza y al hacerlo, una nube de vapor se elevaba desde su boca empañándole las gafas.
Llegaron los primeros árboles y el pastor le dijo que se detuvieran. Señaló el valle que se abría abajo en el que se veían algunas cabañas de las que salía el humo hogareño de la vida.
Aquella visión hizo que el hombre redoblara sus esfuerzos. Quedaba poco para llegar, para librarse de ese peso que le agarrotaba los dedos, casi helados por la falta de sangre y el contacto con el cuero helado del asa de la maleta.
Los árboles se hicieron más frecuentes y aunque aún les costaba caminar a causa de la nieve, la temperatura iba ascendiendo, dejando a la vista pequeños arroyos que confluían en un hermoso lago en medio del bosque.
—¡Pause! — dijo el pastor mientras descolgaba su pequeño morral.
Parar, descansar…No era mala idea. El hombre dejó la maleta en el suelo y se sentó contemplando el lago…
El golpe fue repentino; dado con serenidad y contundencia, con la experiencia del que ya lo ha hecho más veces, muchas más. Un golpe seco con una pequeña porra escondida en el morral. Luego, una cuerda enrollada al cuello y al otro extremo, un saco con pesadas y grises piedras del cantón.
En el bosque silencioso se escuchó un chapoteo, unos pasos. Unos cuervos volaron desde unas peñas cercanas y se elevaron hacia las alturas.
El pastor se adentró hacia la espesura arrastrando la maleta, fuertemente sujeta por el asa de cuero.
Manuel Ángel Morales Escudero es escritor