Aquel hombre siempre había soñado con la cabaña, la vieja construcción de piedra que su abuelo había levantado ochenta años atrás. Derruida y olvidada entre un denso bosque de robles, acudía a su mente en las ocasiones de tribulación.

Por las noches, respiraba profundamente en la cama y cerraba los ojos. Poco a poco, se revelaba la imagen de las piedras amigables, cubiertas de líquenes, apareciendo tras apartar las ramas que se interponían en el sinuoso sendero deshecho por el tiempo. Entraba, finalmente, saltando sobre los troncos podridos que yacían en el suelo.

Luego, en la única habitación sin techo, se acostaba sobre la hierba que se doblaba con el peso de su cuerpo.

Y descansaba al fin.

Una y otra vez había postergado la ocasión de visitar el lugar. Agobiado por el trabajo y las preocupaciones soñaba, no obstante, con reconstruirla algún día y pasar allí los días más felices que, siempre y fatalmente, estaban por llegar.

Y así pasaron los años hasta que un día, como las hojas en otoño, se hizo viejo.

Decidió que ya era hora de llevar a cabo su proyecto, que no era suficiente soñar, que debía, como si en ello le fuera la vida, subir a ver la vieja cabaña.

Llegó al pueblo de noche, aprovechando la oscuridad, oculto como un ladrón para eludir comentarios y preguntas.

Decidió que ya era hora de llevar a cabo su proyecto, que no era suficiente soñar, que debía, como si en ello le fuera la vida, subir a ver la vieja cabaña

Abrió la vieja casa familiar que solía visitar tan solo en verano y se acostó esperando el alba.

Cuando empezaba a apuntar el amanecer se puso en marcha. La ilusión lo animaba, notando una fuerza y una ligereza como solo había sentido en su lejana juventud.

Fue ascendiendo por la cuesta de las piedras blancas y llegó hasta la fuente de la Cascarina en la que siempre se detenía a beber un vaso de agua, tan fría que latía en sus sienes como un torrente que de pronto lo poseyera.

Cruzó el río y siguió ascendiendo. Caminó y caminó hasta una bifurcación. Giró en la dirección en la que intuía estaba el viejo edificio derruido.

Las nubes se habían disipado. Una luz brillante y cálida acariciaba su cuerpo. Apartando las hojas de los robles, avanzó como en sus sueños.

Las manos le temblaban.

Y al fin la vio. Y era mejor de lo que nunca había esperado.

Allí estaba el prado y la cabaña rodeada de musgo, como adornada para la Navidad de su infancia.

Entró por el hueco de la puerta y miró al cielo.

Luego se acostó, cerrando los ojos, mientras respiraba el límpido aire que bajaba de las montañas en las que aún se adivinaban restos de las últimas nevadas.

Desde las blancas vetas de mármol que cubrían la bajada a la población escuchó las campanas y, temiendo que algo grave hubiera pasado, aceleró el paso

Al despertar bajó hacia el pueblo, contento y rápido, cada vez más ligero.

Desde las blancas vetas de mármol que cubrían la bajada a la población escuchó las campanas y, temiendo que algo grave hubiera pasado, aceleró el paso.

Hacia el cementerio caminaban los vecinos, vestidos de luto, tras el féretro que avanzaba cargado en el coche fúnebre entre ramos de flores adornados con cintas de mensajes dorados.

Y en las cintas vio su nombre y supo que, en adelante, volvería a la cabaña cuanto quisiera.

Manuel Ángel Morales Escudero es escritor