“Hay momentos que cambian las vidas, eso es verdad, y yo he tenido varios”, nos responde al otro lado del teléfono. Escucharlo siempre es un privilegio. No nos hemos vuelto a ver desde que hace poco más de un año nos despedimos en su San Clodio natal, pero hemos mantenido el contacto. Ahora lo llamamos de nuevo para que haga memoria, pero no demasiada, porque lo que buscamos es uno de esos días, a veces solo un instante, que marcan tanto que lo cambian todo, y esos recuerdos no suelen irse muy lejos. Javier Sotuela, el cura rojo de Matarrosa que se unió a la lucha minera repartiendo folletos sobre la legitimidad de la gran huelga de 1962, que distribuyó libros entre los vecinos y contempló con orgullo cómo las mujeres se unían activamente a una causa que también era la suya, que cambió los santos por las pancartas en la procesión de Santa Bárbara y que mantuvo la esperanza de que la Iglesia cambiara de rumbo hasta que finalmente colgó la sotana, es ahora un lúcido hombre de 86 años que mantiene intactas sus creencias y en vilo en su agudeza.

Después de pasar por Fabero (1959-1960) y por el Barco de Valdeorras, Sotuela fue destinado a Matarrosa del Sil. “Después de repartir los folletos sobre la licitud de la huelga vino la Guardia Civil a mi casa y cuando salí a despedirlos a la puerta estaba allí todo el pueblo, algunos con piedras por si me llevaban”. Fueron años duros abonados por la represión y el sentimiento constante de pertenecer a una institución que no se había puesto del lado correcto. “La iglesia no responde en absoluto al evangelio, es católica, apostólica, romana y franquista, pero no cristiana. Era un pilar de algo que quita la libertad”.

Javier Rodríguez Sotuela con su guitarra

Llegó 1966 y la farsa del referéndum organizado por el régimen para mantener los “valores eternos”, la defensa del orden y la religión “frente a la amenaza del comunismo”. “Yo no fui a votar, me fui a casa y escribí una canción”. Y así el cura rojo cambió la cruz por la guitarra y entonó cánticos lo suficientemente contestatarios como para que fuesen ilegales. “Empezaron a llamarme y comencé a viajar, a participar en recitales clandestinos, en grupos pequeños, claro, porque todo estaba prohibido, cantar me dio más oportunidades y otra manera de comunicarme, de no haber sido por eso igual hubiese continuado siendo un cura tradicional”.

No quiere dejar pasar otro recuerdo. Aún era coadjutor en Fabero cuando tuvo que subir a El Espino a dar misa porque su párroco habitual no podía. “Fui con Atilano, el taxista, lo llamaban ‘la humilde pobreza’, y tenía que acabar rápido para llegar a tiempo de dar misa en Otero, pero él me dijo que estuviera tranquilo, que la gente estaba majando y que no habría nadie en la iglesia pero cuando llegamos estaban todos allí, todo el pueblo había parado de trabajar y me estaba esperando”.

“La gente era muy buena, muy solidaria y estaba muy comprometida. Cuando se llega a cierta edad los ojos se tienen en el cogote, y yo, mirando hacia atrás, a pesar de las noches de insomnio, creo que fui muy feliz”. Nos despedimos hasta la próxima, a ver si puede ser en persona, con abrazo y vino.

Javier Rodríguez Sotuela con su gran amigo José Álvarez de Paz

Javier Rodríguez Sotuela (derecha) y José Álvarez de Paz