Muchos años antes de ser catedrático, Javier Vijande ya flirteaba con las leyes de la física. El espacio y el tiempo se volatilizaban en los veranos de su infancia en Ponferrada de los que repesca una secuencia de libertad: “Salir de casa, desaparecer y volver al anochecer”. De puertas adentro, en una familia con padres maestros, los pasillos parecían estirarse por momentos hasta dejar una frase que podría ser un remedo de alguno de los lemas del 15M: “No había pared para tanto libro”. Fue el caldo de cultivo de una afición a la ciencia que ya de niño dejaba boquiabiertos a sus compañeros de clase y que ahora, ya de adulto, se sustancia en trabajos de investigación de largo alcance que dejan boquiabiertos a sus interlocutores al explicar avances para hacer más eficaces y menos lesivos tratamientos de radioterapia en cáncer de piel.

Javier Vijande, de niño
Javier Vijande fue seleccionado para hacer la Ruta Quetzal. Cruzó el Atlántico con Miguel de la Quadra-Salcedo, pasó por Chiapas antes del levantamiento zapatista y se adentró en la selva para ver la luna llena
Nacido en 1977 en Ponferrada, Javier Vijande es en sí mismo una ecuación: la resultante de “un nombre común y un apellido raro”, cuya antroponimia remite al holandés hasta identificarla como “enemigo”. Pese a que cuesta imaginarlo así, de guaje libraba algunas batallas: “Debía de ser un pequeño demonio y hacer las mil y una”. Las cicatrices en las rodillas así lo acreditan. Fue también su apellido el que lo llevó al tercer grupo de cada curso en el Colegio Campo de la Cruz. Consternado por la explosión del transbordador espacial Challenger, cuando en clase le encargaron una redacción sorprendió con un póster que describía órbitas. Y tiene grabada en la retina la imagen de un póster sobre la mancha de Júpiter en una exposición sobre satélites en la Casa de la Cultura. Estaba claro ya entonces que iba a llegar lejos.
Su apellido era parte de la fórmula que determinó el apodo de un chaval grande en muchos sentidos. ¿Big o Vij?, le preguntamos. “No recuerdo haberlo visto nunca escrito”, contesta. Convencido de que “los deportes es algo que les pasa a los demás”, tuvo que arremangarse para superar con éxito las pruebas físicas que le dieron un billete para la Ruta Quetzal. La aventura comenzó en la propia selección recorriendo platós de Televisión Española y rescatando tarjetas de El precio justo. Fue la antesala de tres meses inolvidables para un quinceañero que cruzó el Atlántico con Miguel de la Quadra-Salcedo, pasó por Chiapas (México) un mes antes del levantamiento zapatista del Subcomandante Marcos y se adentró con sus compañeros en plena selva para ver la luna llena: “Fue muy romántico, pero muy poco práctico”. A su regreso a casa, con 20 kilos menos y mucha falta de bañera, su madre no lo reconocía.
Cuando llegó al Instituto Gil y Carrasco, Javier Vijande ya estaba encarrilando su propio camino todavía con una incógnita por despejar: “Me llamaba la ciencia, pero no tenía claro qué hacer”. Hay profesores esenciales que alientan vocaciones y los suyos fueron María Delia Cabrero, Maribel Alonso y Enrique Fueyo. “Si yo pusiera en la carrera exámenes que tuve en el Gil, me echarían”, confiesa. Decidido ya a estudiar Física, otra vez se topó con sus leyes, en este caso a modo de paradoja, a la hora de elegir destino con unas “comunicaciones desastrosas” en la Ponferrada de 1994: “Lo más cercano en distancia no era lo más cercano en tiempo”. Así que desechó Santiago de Compostela, Oviedo y Valladolid y se quedó con Salamanca, que ofrecía una suma apetecible: 200.000 habitantes y 50.000 estudiantes. “Tiene buena pinta”, se dijo. Y el resultado fue positivo: “No tengo demasiados recuerdos del primer mes…”.
“Si yo pusiera en la carrera exámenes que tuve en el Gil y Carrasco, me echarían”, confiesa tras recordar cómo alentaron su vocación profesores como María Delia Cabrero, Maribel Alonso y Enrique Fueyo

Javier Vijande, de niño con su abuelo

Javier Vijande (en primer término), durante la Ruta Quetzal

Javier Vijande, con el actor Sir Patrick Stewart
Javier Vijande, que reconoce sin rubor que saboteó algún intento de su madre por llevarlo a un colegio mayor religioso, vivió en una residencia vinculada a la Universidad. Allí hubo conexión entre las ramas de la ciencia y se enamoró de una compañera de Química. De 220 alumnos matriculados en primero, apenas siete terminaron los estudios en cuatro años. “Era un matapersonas, pero a mí me encajaba. Y la disfruté como un niño pequeño”, cuenta sin obviar que tuvo que responder a muchas preguntas sobre por qué con sus notas no estudiaba Telecomunicaciones. Hizo la tesis doctoral de la mano de otro berciano, Alfredo Valcarce. Y se embarcó en un mundo que hace inevitable remitirse a la serie The Big Bang Theory. “La veo tan real que me agobia. Incluso se queda bastante corta. Y ha tenido mucho efecto sobre la incorporación de las chicas a la ciencia”, cuenta para rechazar clichés y defender el nivel de los estudiantes de ahora. “Estamos sobrados de abuelos cebolleta”, contrasta.
“Los científicos no buscamos respuestas a las preguntas. Seguimos buscando preguntas. Y pensando en la siguiente marcianada”, cuenta ahora que trabaja en procesos de radioterapia en cáncer de piel
Con una formación de primer nivel, acabó hallando el último factor decisivo: “En la Universidad tienes que tener todos los papeles, méritos, acreditaciones… y suerte”. Él la encontró al coincidir una jubilación por cubrir en la Universidad de Valencia, donde desde 2019 es catedrático de Física Atómica, Molecular y Nuclear. Vijande, que de niño hacía experimentos con el Cheminova (“tuve la gran fortuna de tener unos padres comprensivos”), ahora es un experto en braquiterapia, la introducción de semillas radiactivas en procesos de cáncer de piel. La autocomplacencia no figura en su diccionario. “Los científicos no buscamos respuestas a las preguntas. Seguimos buscando preguntas. Y pensando en la siguiente marcianada”, resuelve al confesar una “sensación agridulce” tanto por jóvenes talentos que se forman en España y se van al extranjero como por su tierra berciana, donde permanecen valles y montañas pero a cada viaje de vuelta “hay un local más vacío”. De allí salió un grande.

Javier Vijande, de niño

Javier Vijande, durante la Ruta Quetzal

Javier Vijande, con Miguel de la Quadra-Salcedo, en la Ruta Quetzal

Javier Vijande, en una celebración durante su etapa universitaria

Javier Vijande, con colegas científicos

Javier Vijande, tocando la guitarra

Javier Vijande, en Washington